martes, 27 de septiembre de 2011

La chica del pelo rojizo (I)

    La tenía divisada. Dos veces por semana estaba ahí, en la tienda de Oxfam. Era una chica peculiar. Joven, de pelo voluminoso y rojizo, ojos verdes realmente expresivos, con pecas que le cubrían la nariz y lo alto de la mejillas, y muy tímida, a juzgar por el hecho de que las mangas de la chaqueta le cubrían siempre las manos y de que se movía el pelo con un gesto inseguro pero tremendamente adorable constantemente. Era una chica con la que valía la pena toparse.
    Un día la rutina cambia. En su pequeño viaje de vuelta a casa ella está ahí, sentada al final del vagón con los auriculares del iPod y la mirada fija en sus dedos que, bajo las mangas de la camisa, se mueven con gracia. 
    Decide dar un paso más: se coloca en un asiento opuesto al suyo hacia la mitad del vagón. Pero el contacto visual resulta imposible hasta que, en la segunda parada, la mujer con la que aquella chica se sentaba se va, dejándole el asiento de la ventana libre. He ahí la primera de las miradas, una primera mirada de reconocimiento a la que siguen muchas otras tímidas y disimuladas miradas furtivas a través de la ventana jugando con el reflejo de uno y otro.
    Sabía que no podía desaprovechar una oportunidad como aquella. Tenía unas ganas tremendas de conocerla, de saber qué se escondía tras esa tímida sonrisa y esa mirada deslumbrante. Pero llegaron al final del trayecto y para el momento en que había decidido con qué frase entablaría conversación con aquella chica, ésta ya había salido del tren y estaba a varios metros de salir de la estación.
    No hubo más encuentros en el tren. De hecho no hubo otro encuentro más que en la tienda de Oxfam dos veces por semana.
        Se resignaría.
            Se acostumbraría.

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